San Alfonso María de Ligorio, con treinta años, era sacerdote, estaba trabajando con los pobres y formaba parte de un equipo misionero en la diócesis de Nápoles (Italia), en aquella época la tercera ciudad más grande de Europa.
Había nacido en 1696 en el seno de una familia de una cierta nobleza, y como era el hijo mayor, sus padres esperaban que aumentara con fama y éxito el honor familiar.
De hecho, su padre era capitán de galeras del Rey, y para Alfonso había decidido un futuro dentro de la Justicia. Con 16 años, Alfonso obtenía los títulos de Doctor en Derecho Civil y Canónico, con una amplia cultura en los campos artístico, científico y musical.
Su fe, asumida de manera natural en el entorno familiar, se alimentaba en los grupos juveniles que acompañaban los Padres Filipenses -Girolamini- y en el compromiso con los enfermos del Hospital de los Incurables, que visitaba cada día. Fue un abogado de éxito, por juventud y preparación, pero pierde un juicio amañado desde el principio, y se pregunta por el sentido de su vida.
Sus palabras al salir del juicio: “¡Mundo, te conozco! ¡Adiós, tribunales!” están hoy en día escritas en una de las paredes del Palacio de Justicia de Nápoles. Alfonso experimenta la llamada de Dios, y decide responder haciéndose sacerdote. Renunció a su profesión e inició los estudios eclesiásticos, a pesar de la fuerte oposición paterna. El 21 de diciembre de 1726 recibió la ordenación sacerdotal. Tenía 30 años.